Oishi - La fuerza de un deseo | India


Edad: Trece años.
País: India.
Estado: Rajasthan.
Había visitado India en varias ocasiones, pero ésta iba a ser mi primera vez en el Estado de Rajasthan. Lo haría montado sobre una bicicleta cargada hasta la saciedad, con 12 dólares en el bolsillo y, como siempre, la pasión y el deber por bandera. Tan sólo hacía cinco meses que había iniciado la vuelta al mundo, lo que me convertía en un auténtico novato en este mundo del "ciclo-nomadismo", pero la intuición me decía que debía adentrarme en el mágico desierto del Thar, y acertó. Este me regaló a Oishi.
Era Octubre de 2010 y hacía tres semanas que había aterrizado en India. Volaba 'por obligación' desde Estambul después de que el personal de la embajada de Irán en Ankara me informara de que las fronteras terrestres de Pakistán se encontraban cerradas por orden del gobierno. La Embajada de Siria me había negado el visado y eso que mi solicitud iba acompañada de una carta de recomendación de la Embajada de España, la misma que me había desaconsejado continuar mi viaje por Armenia, Georgia, Kazajistán, Uzbekistán y Tayikistán porque el invierno se me echaría encima con las correspondientes repercusiones para todos.
Después de unos días callejeando por la vieja Delhi, salí rumbo al fascinante, caliente, extenso y árido desierto de Thar. Seguía adelante con el proyecto personal que me animaba, día tras día, con la recogida de los trescientos sueños que me había propuesto cargar en la bicicleta durante la primera parte de mi periplo alrededor del mundo en bicicleta. Si la responsabilidad de cargar con los dibujos de todos esos niños y niñas era cuanto menos excitante, el descubrir, fotografiar, cargar y compartir cientos de historias humanas, hacían que todo el desgaste, hambre, frío y calor, merecieran la pena durante esta vuelta al mundo.
Tras varios días de pedaleo por las caóticas carreteras del norte de India, alternando pistas con asfalto, llegué a la mágica ciudad de Bikaner. Estábamos a las puertas del desierto y los nervios controlados comenzaban a aflorar. El Thar iba a ser el primero de los tres desiertos que atravesaría durante mis más de cuatro primeros años de viaje. Allí, en Bikaner, conocí a Ujual, un chico de veintidós años que, como sucedería durante los más de siete mil kilómetros de pedaleo en el subcontinente asiático, se había acercado a mí con respeto, pero con las pupilas como platos al verme sobre semejante bicicleta. Acababa de entrar en la ciudad y era la primera y única parada que realicé. Ujual, fiel a la hospitalidad india, me invitó a acompañarle hasta su casa para conocer a su familia. Con ellos pasé tres maravillosos pero agotadores días en los que visité dos escuelas y la estación de tren. Incluso me dio tiempo a callejear, junto a Ujual, por la zona vieja de la ciudad descubriendo, entre otras cosas, los 'trapicheos' de la gente más joven.
Siempre intentaba recoger los dibujos en las zonas más alejadas, esas a las que a buen seguro nadie se desviaría para hacerlo. Menos aún montado sobre una bicicleta. Así que salí de Bikaner con la esperanza de poder acercarme lo máximo posible a la frontera con Pakistán, pero con la certeza de que en algún momento, y si todo iba bien, podría volver a tomar la carretera nacional que me llevara a Jaisalmer. Ujual me había ayudado a preparar la ruta para los siguientes días, sin dejar de insistir en que lo que pretendía hacer era una locura. Pero uno de los componentes de la aventura es la adrenalina y yo, en esos momentos, estaba sobrado de ella.
De Kalasar hasta Akasar para enlazar la carretera 37 hasta Kolayat, donde sabía que podía hacer la primera parada. Sabía que a pocos kilómetros iba a atravesar un canal donde podría cargar a Maravilla con agua. Seguí por la 37 hacia Goru y de ahí hasta el cruce de Ranjeetpura. Me encontraba justo en el eje de la frontera pakistaní y el canal de agua, así que en cierta medida estaba tranquilo. De ahí en adelante quedaría en manos de las almas que encontrara en el camino. El monzón había pasado y no tendría problemas en ese sentido, pero el sol atizaba con fuerza. La siguiente parada sería en Radhakisthan, donde esperaba poder pasar noche.
El desierto es mi lugar preferido de entre todos los rincones que he tenido la suerte de pisar a lo largo y ancho de este maravilloso planeta. Ahí estás tú contigo mismo. Nada te distrae. El intento de engaño no sirve de nada. El ego no te va a salvar de nada, más bien todo lo contrario. Estás tú, tu motivación y la energía que hayas reservado previamente. La más mínima ingenuidad te pasa factura, de las caras y con propina. Ahí el aire te seca las neuronas.
Me había quedado sin agua. Calculaba que llevaba más de dos horas sin mojar el reseco paladar y la preocupación era real. Sabía más o menos dónde me encontraba, pero no tenía ni idea de cuándo iba a encontrar a alguien que me ayudara con el agua. En esos momentos me acordaba de las historias que varios amigos subsaharianos me habían contado en España antes de iniciar mi viaje. Odiseas sufridas para llegar a alcanzar la inhumana valla que separa Africa de la ansiada España, para ellos puerta de entrada al continente europeo.
Fue entonces, mientras pedaleaba la complicada zona de Raichandwala, cuando conocí a la joven Oishi, protagonista de esta historia y responsable directa a la hora de aupar mi motivación en los muchos difíciles momentos que llegarían durante el resto de mi viaje.
La preocupación estaba en uno de los puntos más altos y, a lo lejos, en el lateral izquierdo, intuía una casa que se convertía en realidad según avanzaba. No era ningún espejismo. La casa era pequeña y la arena se había apropiado de una gran parte de ella. No vi a nadie, pero obviamente paré. No había puerta de entrada y entré saludando, a nadie, en voz alta. Un gran cántaro de agua, medio lleno, formaba parte de la sencilla decoración. Salí de la casa para coger los cinco botes que Maravilla cargaba sin líquido y, en ese momento, llegaron Mota y Khiraj, dos hermanos. Aún no había cargado el primer bote con agua cuando les pedí permiso para continuar con los otros cuatro y Mota se acercó para ayudarme. Mientras, Khiraj se acercó a Maravilla, a buen seguro sin llegar a creer lo que sus ojos estaban viendo. A los pocos minutos llegó Babu, el padre. Lo hacía con un cántaro, enmohecido con varios colores, cargado sobre su hombro. La sudada que llevaba el hombre me hacía pensar que había caminado un tiempo con el agua a sus espaldas, lo que dio más valor a ésta si cabe. Me 'obligaron' a descansar y acepté. Si algo me han enseñado mis viajes es que la vida siempre te indica dónde está la línea roja. Es el ego y tu control sobre este quien te hará cruzarla o no. Aproveché ese descanso para ofrecerles a Mota y Khiraj la posibilidad de dibujar su sueño. En Delhi habían publicado en el periódico un reportaje sobre mi viaje y lo cargaba, junto a otros, en la bicicleta como medio para que la gente entendiera las razones de un viaje así. Se lo entregué al padre, pero ninguno sabía leer. Fue cuando saqué el resto de dibujos que me habían entregado hasta ese día, cuando entendieron mi propuesta. Así que les entregué dos cartulinas en blanco y extendí un montón de pinturas sobre un camastro que había en la entrada. Sabían que yo quería continuar mi viaje con sus sueños en mis alforjas y pronto comenzaron a dar color al blanco de fondo. Mientras, Babu me indicaba sobre el mapa la ruta que podía seguir hasta Jaisalmer, destino final de mi periplo en Rajasthan. Fueron varias las veces que Babu me miró a los ojos con cierta preocupación, o así lo quería entender yo. En ese momento, vi a lo lejos a alguien que se acercaba a la casa. Venía directamente desde una zona de pequeños arbustos. Era Oishi.
La protagonista de esta historia llegaba con los dedos de las manos separados entre sí y una increíble luz en sus ojos. Se trataba de una buena amiga de los hermanos. Si los ojos de Oishi eran ya de por sí especiales, al entrar en la casa y ver todos aquellos colores desplegados sobre el camastro, estos se cargaron de una inocente ilusión. Ella también quería dibujar, sus ojos lo confirmaban. Saqué de la funda una nueva cartulina y, sin apenas tiempo para entregársela, giró sus manos mostrándome sus palmas. Sus dedos estaban completamente hinchados y amarillos. Tenía más de quince grandes pinchos clavados, lo que le había provocado una importante infección. El dolor era tal que ni siquiera los dedos podían tocarse entre sí. Babu me explicó que Oishi trabajaba extrayendo de la arena, a mano, los pequeños arbustos que se veían frente a la casa, a unos trescientos metros. Oishi trabajaba junto a su madre y el padre, a quienes conocí poco después. Por aquellas fechas, en mi bicicleta cargaba dos pequeños botiquines, uno para utilizarlo con la gente local en casos como este y el otro para necesidades propias. Del primero saqué un pequeño cúter, unas pequeñas pinzas, el bote de betadine y algodón. Los pinchos llevaban tiempo clavados en sus manos y la piel los había cubierto por completo. Conseguí extraerle el primero haciendo un pequeño corte en la piel, pero con el segundo intento Oishi me pidió que lo dejara. Mientras le limpiaba el primer corte, la pequeña no dejaba de mirar a sus amigos y las pinturas. Para Oishi, la ilusión de trazar su sueño sobre el papel era más importante que el dolor que sentía al tener las pinturas entre sus dedos. Intenté retirarle la cartulina en dos ocasiones después de ver el dolor en sus ojos, pero no hubo forma de conseguirlo. Sus ojos me mostraban un dolor real, pero también una ilusión. Ella sabía mejor que nadie dónde estaba su línea roja y si debía cruzarla o no. ¿Quién era yo para ponerle los límites sin estar su vida en juego y tratándose de algo tan especial? Una hora y media después, Oishi se acercó a mí ofreciéndome su dibujo acompañado de una mirada cargada de humildad, ilusión y plena satisfacción. ¡Qué lección!

Decidí no pasar la noche allí porque tenía la certeza de que por la mañana me costaría una barbaridad despedirme de ellos, especialmente de la pequeña Oishi.
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